ALAN GARCÍA, SU PEDIDO DE ASILO Y EL FIN DEL APRA




Solo un sinvergüenza como Alan García podría decir que no tiene nada que temer, que va a colaborar, que se allana al impedimento de salida y a las pocas horas solicita asilo a la República Oriental del Uruguay.

Solo un sinvergüenza como Alan García puede aducir persecución política en su contra y escribir tantas sandeces y mentiras en una carta. Lo cierto es que si existiera una persecución política, tendría que haber sido un estúpido para volver a Lima desde Madrid para declarar a la Fiscalía.

¿Persecución de parte del presidente Martín Vizcarra, hijo de un prominente aprista, miembro de la Asamblea Constituyente de 1978? ¿Persecución política de la vicepresidente Mercedes Aráoz, quien fue su ministra estrella durante su segundo mandato? ¿Persecución a uno de los personajes con mayor índice de desaprobación en el Perú? 

¿Persecución de quién por Dios? Lo que parece es que finalmente tenemos un sistema judicial que quiere caminar y no precisamente por la porquería de fiscal de la Nación actual sino por peruanos honorables como el fiscal José Domingo Pérez o el señor Rafael Vela. 

Y entonces, lo que tocaría es decirle al ex-presidente y a sus lacayos Jorge Del Castillo, Mauricio Mulder, Javier Velásquez y Elías  Rodríguez, lo mismo que él le espetó al periodismo horas antes de internarse cobardemente en la residencia del embajador de Uruguay: "Demuéstrenlo imbéciles". 



Los peruanos solemos olvidar, pero hagamos un esfuerzo por recordar: La foto de arriba, se la hizo tomar García en julio de 1990, pocas horas antes de entregar la banda presidencial a su sucesor Alberto Fujimori. En la misma, vemos a un cínico, a un sinvergüenza sonriente y feliz dentro de una bóveda bancaria, probablemente la del Banco Central de Reserva del Perú, junto a unos cuantos lingotes de oro que pertenecían a la nación.

En su primer período, a Alan García le tocó gobernar en tiempos de crisis, lo cual requería de un gran estadista. Eso significaba tomar medidas que afectaran negativamente a la inmensa mayoría, para conseguir, al cabo, remontar la adversidad. Ángel Ganivet, un escritor y diplomático español, alguno de los precursores de la generación del 98, decía algo así como entregarles algunos niños a los lobos para no tener que tirarles todos a los puercos.

Pero García dejó que el Perú cayera en el abismo de la hiperinflación y el caos, sumado al terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA, cuyo gobierno no pudo contener.

Con el tiempo nos ha quedado claro que Alan García no quería ser presidente para gobernar bien ni para administrar los recursos del país con sabiduría, ni para paliar las miserias de la infinita legión de indigentes que había en el Perú. El quería ser presidente, el líder de su tribu, para sentirse amado y admirado por millones de compatriotas a los que siempre estaba dispuesto a deslumbrar con su elocuencia, con su impostada voz de tenor lírico y su apariencia física.

A García le importaban y le importan un pito las consecuencias de sus actos. Sólo quería incienso. Sólo quería dar autógrafos y estimular sus fantasías con la imagen de millones de peruanos en actitud de arrogancia y éxtasis: la erótica del poder, decían en España.

Gobernar en tiempos de bonanza, como le sucedió en su segundo período y como lo dijo el reconocido periodista Carlos Alberto Montaner, está al alcance de cualquier imbécil y aquí gobernó con las arcas llenas, el comercio boyante y con el viento soplando en la popa.

Y sí, se sospecha, con evidencias y testigos, que se habría llenado los bolsillos con la ayuda de sus amigos de Odebrecht y por eso hoy está siendo investigado por el Ministerio Público. "La plata llega sola", dijo en alguna oportunidad.

Montaner creía en 1990, acerca de Alan García, y que perfectamente aplica a la actualidad, que la respuesta a su comportamiento irresponsable "hay que buscarla en la hipertrofía de un recóndito mecanismo sicológico propio  de todo bicho humano. El hombre -- y la mujer, claro -- es la única criatura sobre la tierra que necesita alimentar constantemente una cierta percepción grata de sí mismo".

¿Qué queda al final de toda esta triste historia? La imagen de un pobre hombre, la de un miserable que trata de engañar y de engañarse para que no le nieguen el aplauso final.

Y en ese trance, arrastrando a todos sus tristes sirvientes, mencionados anteriormente, termina destruyendo al partido que fundó Víctor Raúl Haya de la Torre. Su ego es tan grande y tan ancho, que el APRA le importa un bledo, lo único que importa es él.

Ojalá la República Oriental del Uruguay decida correctamente y le niegue el asilo a este felón.

"Quien no la debe no la teme", decía el sinvergüenza, y buscó el asilo. También dijo "En política no hay que ser ingenuos"... Y en esto último tenía toda la razón.

Mientras tanto, y esto sería digno de una película de Federico Fellini, no puedo dejar de imaginarme escenas en la residencia del pobre embajador uruguayo: El oleaginoso y obeso Alan Gabriel Ludwig abriendo los refrigeradores, dando órdenes en la cocina, paseando por la casa en su gran bata-carpa, tan repulsivo como el Herodes de la película Jesucristo Superstar, ocupando y ensuciando el baño del embajador porque el tiene más nivel que este y seguramente lo ha enviado al cuarto de huéspedes, coqueteando con la esposa, acaparando los controles remotos de los televisores para que se vea lo que a él le da la gana.

Que asco...



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